Esta nota cuenta con el apoyo del Chicago Region Food Systems Fund. Read the story in English here.
En Beardstown, Illinois, la pareja cubana había pasado el último año construyendo una vida de la que se sentían orgullosos.
Llegaron a Estados Unidos después de un camino largo e incierto: un viaje rumbo al norte a través de Nicaragua, Honduras y Guatemala, seguido de siete meses en Monterrey, México, mientras esperaban su cita con la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés).
Conscientes de la creciente hostilidad hacia los inmigrantes en EE.UU., estaban decididos a ingresar de manera legal.
En Cuba apenas lograban subsistir. Él trabajaba en mantenimiento, ella en una tienda de ropa. Pero en este pueblo rural del centro-oeste de Illinois, la vida empezaba a parecer prometedora.
El año pasado encontraron trabajo como operadores de montacargas en DOT Foods, el mayor redistribuidor de alimentos del país. El sueldo era decente, los beneficios generosos, y la pareja había comenzado a ahorrar algo de dinero.
Hasta que, en junio, fueron despedidos.
“Estábamos encaminados”, dijo el esposo, sentado en la pequeña sala de su apartamento. La pareja pidió a Investigate Midwest no revelar sus nombres por miedo a ser deportados. “Estábamos cómodos en nuestros trabajos, ganando un salario más o menos. Y de repente todo se derrumba — el castillo se derrumba.”
Ellos están entre los cientos de inmigrantes en Beardstown que llegaron a través de programas de parole humanitario que han sido rescindidos por la administración de Trump, dejándolos indocumentados y sin empleo. Muchos trabajaban en DOT Foods y JBS, la mayor procesadora de carne del mundo. Estos trabajadores formaban parte de una fuerza laboral que por décadas ha sostenido tanto la economía local como el papel clave de Beardstown en la cadena de suministro alimentaria del país.

Durante décadas, Beardstown ha sido un caso de estudio sobre cómo los inmigrantes han revitalizado pueblos rurales en decadencia, especialmente en el Midwest. Pero la ofensiva del gobierno de Trump contra la inmigración documentada e indocumentada amenaza la estabilidad de comunidades que han dependido por largo tiempo de trabajadores nacidos en el extranjero.
Las iniciativas de parole humanitario de la administración anterior —que permitieron a individuos ingresar temporalmente a EE.UU. para buscar seguridad o escapar de la persecución política — ampliaron significativamente el número de trabajadores autorizados en el país. Ese flujo ayudó a grandes compañías de alimentos a cubrir vacantes y mantener las operaciones en marcha durante la escasez de mano de obra de la pandemia.
Se calcula que unos 2.1 millones de inmigrantes sostienen la cadena de suministro alimentaria del país: siembran, cosechan, procesan y venden los alimentos que llegan a las mesas estadounidenses. Hasta ahora, no hay evidencia de que la agenda migratoria de Trump haya creado un mercado laboral “America First” con salarios más altos que atraigan a trabajadores nacidos en EE.UU. a los mataderos o al campo. En cambio, expertos laborales dicen que el resultado más probable será la expansión de programas de trabajadores huéspedes como las visas H-2A y H-2B —a menudo criticadas por facilitar la explotación— o una reducción de la fuerza laboral que sobrecargue aún más a los trabajadores que quedan.
“No estamos viendo evidencia de mejores condiciones para los trabajadores [domésticos]”, dijo Daniel Costa, director de investigación en derecho y política migratoria del Instituto de Política Económica (EPI). “Algunos empleadores, especialmente en ciertas industrias, ya están presionando por más visas H-2A y H-2B… Ven que la única manera de reemplazar a esa fuerza laboral es con estos programas.”

En Beardstown, aún no está claro cómo empleadores como JBS y DOT Foods van a enfrentar la escasez de trabajadores. Ninguna de las compañías respondió a solicitudes de comentario.
Investigate Midwest habló con decenas de trabajadores, residentes locales, funcionarios municipales y defensores de inmigrantes para examinar cómo las políticas migratorias más duras, incluido el desmantelamiento de programas de parole, están impactando no solo la economía local, sino también el sistema alimentario nacional. Muchos residentes de Beardstown pidieron anonimato, temiendo que hablar públicamente pudiera ponerlos en riesgo de deportación.
A pocos pasos de las aguas tranquilas del río Illinois, el Western Illinois Dreamers Immigrant Welcome Center se ubica junto a la fachada desgastada de una emisora de radio local en el centro de Beardstown. Adentro, volantes de “Conozca sus derechos” en español, cubren las paredes.
Un equipo de tres personas ayuda a conectar a los recién llegados con servicios legales, despensas de alimentos, bancos de ropa y otros recursos locales.
Kate Cruz, co-directora del centro, dijo que su oficina ha recibido a muchos de los trabajadores despedidos recientemente en DOT Foods y JBS. La mayoría busca desesperadamente vías legales para permanecer en el país y volver a trabajar. Algunos acuden llenos de miedo.
“Tenemos más gente que llega o llama con temor”, dijo Cruz. “O envían a familiares porque temen que si salen de sus casas, los vayan a deportar.”
Muchos de estos trabajadores son de Haití, otro país que, al igual que Cuba, fue incluido en el programa de parole humanitario de la administración Biden en respuesta a crisis políticas y humanitarias.

A partir de 2021, la administración Biden amplió el uso de la autoridad de parole, una herramienta legal de larga data que permite a individuos ingresar temporalmente a EE.UU. por razones humanitarias urgentes o de beneficio público.
Tanto gobiernos republicanos como demócratas han usado el parole durante décadas. Bajo Biden, se crearon programas nuevos para otorgarlo a personas que huían de crisis en Afganistán, Ucrania, Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela.
La administración también extendió el parole a algunos migrantes que agendaron citas en la frontera con la aplicación CBP One y cumplían ciertos requisitos tras una entrevista, lo que les permitía ingresar legalmente por puertos oficiales —una estrategia diseñada para rastrear los ingresos y reducir cruces ilegales.
“Mucha gente huyó de su país porque simplemente ya no era seguro quedarse allí”, dijo Sara Dady, abogada de inmigración en Rockford, Illinois.
Haití, al igual que partes de Centroamérica y México, también ha sido azotado por la violencia de pandillas y la inestabilidad en los últimos años.
Cruz dijo que a inicios de año, JBS contrató a cientos de inmigrantes haitianos, la mayoría de los cuales ya han sido despedidos. Quieren quedarse en Beardstown, afirma Cruz, porque se sienten más seguros que en Haití, a pesar de su temor a la deportación.

Pero para los trabajadores despedidos, encontrar una manera de permanecer en EE.UU. sin arriesgar la deportación será distinto para cada uno, y significa navegar un sistema migratorio en constante cambio que puede ser complejo, costoso y lento.
Por ejemplo, la pareja cubana espera permanecer en el país bajo la Ley de Ajuste Cubano, una ley de los años 60 que permite a ciudadanos cubanos solicitar la residencia permanente después de un año de presencia física en EE.UU.
Aplicaron con la ayuda de un abogado de inmigración que encontraron por internet. Pero con ambos desempleados, sus ahorros se agotan rápidamente entre los honorarios legales, la renta y los gastos diarios.
Para Elizabeth Amezcua, de 39 años, inmigrante de México, contratar un abogado no es una opción en este momento. Sin dinero para asistencia legal, le toca navegar el sistema por su cuenta.
Amezcua fue despedida recientemente del matadero de JBS, donde trabajaba como cocinera en la cafetería de la planta. Su ingreso la mantenía en Beardstown y también ayudaba a sostener a su hijo en México.
Ingresó a EE.UU. hace casi 18 meses a través del proceso CBP One, como la pareja cubana. Dice que recibió parole que le permitía permanecer legalmente hasta al menos un año más.
Pero después de que la administración Trump comenzó a desmantelar los programas de parole —incluida la conversión de la aplicación CBP One, que le permitió entrar al país, en una “aplicación de autodeportación”— perdió su trabajo en junio.
“No tengo familia aquí. No tengo a nadie que me ayude”, dijo Amezcua. “Pero Dios es muy grande. Y sé que Él va a ayudarnos a todos los que nos quedamos sin trabajo.”
El 1 de agosto, un juez federal impidió que la administración Trump deportara rápidamente a los inmigrantes que ingresaron al país con permisos de parole humanitario.

Durante casi dos siglos, la economía de Beardstown ha estado arraigada en la agricultura, moldeada desde el inicio por la inmigración.
A comienzos del siglo XIX, inmigrantes holandeses drenaron los pantanos de la región, transformándolos en tierras agrícolas. Para 1834, Beardstown se había convertido en un puerto fluvial clave que enviaba granos, cerdos y provisiones a los mercados del sur del estado. Con decenas de miles de cerdos sacrificados cada primavera —más que en Chicago— se ganó el apodo de “Porkópolis”, hogar del comercio porcino más extenso al oeste de Cincinnati.
El auge industrial de Beardstown continuó hasta mediados del siglo XX. En 1967, Oscar Mayer abrió una gran planta empacadora de carne, que empleaba a más de 800 trabajadores, en su mayoría hombres blancos de la zona. Los empleos en la planta eran estables, sindicalizados y bien remunerados.
El alcalde de Beardstown, Tim Harris, recuerda haberse graduado de la secundaria soñando con trabajar en la planta de Oscar Mayer.

“Era bastante difícil conseguir un trabajo allí”, dijo Harris, sentado en su oficina del Ayuntamiento frente a la plaza del pueblo, donde altavoces transmiten música y anuncios en español para empleos en JBS. “A menos que realmente conocieras a alguien, o tuvieras una referencia, normalmente no conseguías un trabajo allí”.
Pero en los años 80, la consolidación industrial, el debilitamiento de los sindicatos y la automatización provocaron una caída en los salarios. Para 1990, los empleos en plantas empacadoras pagaban 24% menos que el salario promedio de la manufactura.
Cuando Oscar Mayer cerró su planta en 1987, Beardstown ya había perdido cientos de empleos debido al cierre de otras fábricas. A medida que las familias se mudaban, el futuro del pueblo parecía sombrío.
Ese mismo año, Cargill compró la instalación y la reabrió bajo un nuevo modelo: redujo salarios y beneficios. Pero como los nuevos empleos no atraían a la población local —que había caído de 6,338 en 1980 a 5,270 en 1990—, Cargill tuvo que buscar en otro lado para conformar su fuerza laboral.
La empresa recurrió a mano de obra inmigrante, primero de México y después de otros países. Ese cambio transformó la fuerza laboral de la planta, que pasó de ser casi totalmente blanca a estar compuesta por decenas de nacionalidades e idiomas; Beardstown pasó de ser un pueblo en decadencia, con negocios cerrados y una población envejecida, a convertirse en un centro multicultural.
Pero esta transformación no estuvo exenta de tensiones. En 1995, a solo 45 millas al norte de Beardstown, el Ku Klux Klan realizó un mitin para protestar contra la contratación de inmigrantes en la planta de Cargill.

Treinta años después, los casi 6,000 residentes de Beardstown conforman una comunidad mucho más integrada, y el alcalde Harris da la bienvenida a los recién llegados. “Necesitamos trabajadores. Todo el país los necesita”, dijo Harris.
La historia de Beardstown refleja una transformación más amplia que ha barrido el Midwest rural en las últimas cuatro décadas.
La inmigración, la consolidación corporativa global y la implacable búsqueda de eficiencia han remodelado la industria cárnica y las comunidades que se construyeron en torno a ella.
El matadero de Beardstown volvió a cambiar de dueño en 2015, cuando fue adquirido por JBS, un conglomerado brasileño que hoy es la mayor empresa cárnica del mundo. La planta, que procesaba 7,000 cerdos al día en la era de Oscar Mayer, ahora sacrifica más de 20,000.
Según datos del USDA, la producción porcina en EE.UU. aumentó más de 75% entre 1980 y 2020, superando actualmente los 28 mil millones de libras anuales. Durante ese mismo período, el número de plantas disminuyó y la velocidad de las líneas de producción se aceleró. Las plantas modernas pueden sacrificar más de 1,100 cerdos por hora.
Las ganancias de la industria se han disparado junto con este auge de productividad, especialmente en los últimos años.
Las principales empacadoras de carne —incluidas JBS y Tyson Foods— más que duplicaron sus márgenes de ganancia durante la pandemia.
Sin embargo, el rápido crecimiento de la industria y el aumento de las ganancias no siempre se han traducido en mejores condiciones laborales para sus trabajadores de primera línea.
Los salarios reales han disminuido desde los años 80 y las lesiones siguen siendo frecuentes. Y ahora, bajo una administración de Trump que se benefició de donaciones de la industria, miles de estos trabajadores enfrentan el riesgo de deportación.

La subsidiaria de JBS, Pilgrim’s Pride, el segundo mayor procesador de pollo en EE.UU., hizo una donación de 5 millones de dólares al Comité Inaugural de Trump —la mayor contribución individual, muy por encima del millón donado por corporaciones como Meta y Amazon.
Algunos críticos sostienen que las donaciones políticas de JBS y su cabildeo agresivo ayudaron a allanar el camino para su reciente inclusión en la Bolsa de Nueva York, a pesar de un historial controvertido que incluye escándalos de corrupción y sobornos en Brasil.
En EE.UU., el historial de la compañía también ha generado muchas preguntas.
Durante los primeros meses de la pandemia, JBS mantuvo abiertas sus plantas sin las medidas de seguridad adecuadas, y rápidamente se convirtieron en focos de contagio de COVID-19.
En su planta de Greeley, Colorado, casi 300 trabajadores se contagiaron y seis murieron. Para julio de 2020, la planta concentraba el 65% de todos los casos de COVID-19 en Colorado. La mayoría de los trabajadores afectados eran inmigrantes mayores.
JBS no respondió a solicitudes de entrevista ni a pedidos de comentario sobre sus contribuciones políticas, protocolos de seguridad durante el COVID-19 y los recientes despidos de trabajadores inmigrantes con parole humanitario.
Ni JBS ni otras grandes compañías cárnicas y asociaciones del sector han criticado públicamente las políticas migratorias de Trump. Sin embargo, el Instituto de la Carne de América del Norte, un influyente grupo empresarial, ha instado formalmente a la administración a ampliar el programa de visas H-2A —originalmente destinado a trabajadores agrícolas temporales— para incluir a procesadores de carne y aves.
“Se han visto algunas acciones en el Congreso y en el Comité de Asignaciones”, dijo Costa, del Instituto de Política Económica. “Se están considerando enmiendas que cambiarían las reglas en el programa de visas de trabajo para que apliquen a industrias adicionales. Así que creo que esa será la estrategia principal”.
Unos 740,000 inmigrantes con parole humanitario formaron parte de la fuerza laboral de Estados Unidos entre 2021 y 2024, según FWD.us, una organización bipartidista de defensa de la inmigración.
De ellos, 30,000 trabajaron en la agricultura y 90,000 en la manufactura, incluyendo el empaque de carne y el procesamiento de alimentos.
La organización proyecta que eliminar su autorización de trabajo, junto con otros cambios en la política migratoria, podría aumentar los precios de alimentos, bebidas y tabaco en un 14.5% entre 2024 y 2028.
Pero el impacto económico es solo parte de la historia. En lugares como Beardstown, las nuevas políticas migratorias han generado ansiedad y han desalentado la vida cívica.
La celebración anual del Día de la Independencia de México, el 16 de septiembre, que atrae a cientos de personas a la plaza del pueblo con música, comida y concursos de disfraces, ha sido cancelada. Incluso residentes con visas o tarjetas de residencia dicen que dudan en salir de sus casas.

Aunque los temores a la deportación han aumentado bajo la administración Trump, para muchos inmigrantes ese miedo no es nada nuevo. Muchos activistas argumentan que el sistema ha estado roto durante décadas: la administración Obama deportó a más inmigrantes que cualquier otro presidente de EE.UU., y la mayor redada laboral de inmigración en la historia del país ocurrió bajo el presidente George W. Bush en una planta empacadora de carne en Iowa.
Martín Pineda ha vivido en carne propia estos vaivenes de la política.
Originario de México, Pineda pasó años trabajando en los campos de fresa de California y luego en un matadero en Missouri. Cuando esa planta cerró, se mudó a Beardstown para trabajar en el matadero de allí —entonces propiedad de Cargill— y permaneció más de una década.
Se fue en 2007, después de que una redada migratoria durante la administración Bush terminara con la detención de 62 trabajadores indocumentados del turno nocturno y la empresa comenzara a aplicar controles de documentación más estrictos.
Pineda, que tiene esposa y tres hijos, es un firme defensor de los derechos de los inmigrantes. En 2023, viajó a Washington D.C. para abogar en nombre de los trabajadores indocumentados.

“Estamos contribuyendo enormemente a la economía y no recibimos ningún reconocimiento”, dijo Pineda. “Eso es lo que me entristece de este país. En mi caso, he trabajado más de 30 años y no tengo Seguro Social para jubilarme”.
En los últimos meses, agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) han detenido a decenas de migrantes en Chicago —en comparecencias judiciales, durante presentaciones obligatorias y en un operativo de alto perfil en South Loop que detuvo al menos a 10 personas.
Si bien no ha habido reportes confirmados de actividad de ICE en Beardstown o en la planta de JBS, el miedo persiste. Algunos residentes dudan en salir, asustados por falsos rumores que se difunden rápidamente en Facebook y WhatsApp.
Pero Pineda se niega a vivir en las sombras.
Cada verano organiza un torneo juvenil de fútbol que reúne a más de 280 niños de diferentes orígenes étnicos. Se ha convertido en un evento muy esperado, celebrado en las canchas de fútbol del pueblo —propiedad de JBS— con los maizales de fondo.
Pineda ve el torneo como algo más que un juego. Es una muestra de resiliencia en tiempos de angustia y un recordatorio de que los inmigrantes contribuyen a una comunidad de maneras que van mucho más allá de su trabajo.
“Es mucho trabajo, pero me gusta. Me gusta hacer algo productivo”, dijo Pineda sobre el torneo. “Esto lo hubiera querido hacer en mi país, pero no pude. Así que lo estoy haciendo aquí, con los niños de mi comunidad, en este pueblo. La mayoría son latinos, pero también tenemos niños de otros orígenes —africanos, blancos. Y como dije, lo disfruto. Soy voluntario”.







